jueves, 1 de noviembre de 2007

Los paraguas del fiscal



No fue difícil encontrar el edificio de Gelly y Obes al 2200. Cuando llegué al piso indicado, el quinto, se abrió la puerta del ascensor y lo primero que ví fue un paragüero repleto, donde se exhibían varios ejemplares de distintos colores y tamaños. Automáticamente asocié eso con que allí vivirían muchas personas, pero me equivoqué.
Toqué el timbre y enseguida se escucharon unos pasos acercándose a la puerta. De repente, silencio. Seguramente me estaría observando por la mirilla antes de abrir. Al fin se decidió, abrió y me encontré con un hombre de unos 70 años, bastante más alto que yo.
Llevaba menos de cinco minutos en la casa de Julio César Strassera, el fiscal del histórico Juicio a las Juntas Militares, y ya había visto dos ceniceros repletos de colillas de cigarrillos, uno sobre la mesa del living y otro sobre su escritorio. Y sólo había recorrido el camino hacia su oficina. Seguramente habría más, aunque no pude descubrirlos.


El domingo 21 Boca empató ante Estudiantes en la fecha 14 del Torneo Apertura. Él seguramente sufrió viendo el partido en su casa, como acostumbra hacerlo desde hace varios años. “La última vez que fui a una cancha gobernaba Onganía. Soy bostero pero fue en una final por la Copa Intercontinental entre Estudiantes de La Plata, que era campeón de la Copa Libertadores, y el Milán de Italia. Fue una carnicería”. Desde entonces los mira por tv.
Strassera es un jubilado bastante activo. Aún trabaja como abogado, no sólo en casos mediáticos como el juicio político a Aníbal Ibarra, sino en aquellos que le atraen, según dice. Por estos días lo tiene ocupado el de una señora que le prestó un departamento a su hermano. Él se fue y se lo dejó a su hijo. Vivieron 20 años allí, gratis, pero ahora la dueña necesita venderlo y su sobrino le pide el 20 por ciento del producto de la venta. “Este caso no me va a dar nada, pero me siento comprometido con esta mujer”, asegura.
Pero la vida de Strassera, a los 74 años, no es sólo trabajo: los fines de semana escapa hacia su rancho de fin de semana en el kilómetro setenta y tantos de la Ruta 8. “La casa es realmente muy modesta. Tengo techo de chapa pintada, no tiene tejas ni nada por el estilo. Son sólo dos dormitorios, uno y medio en realidad, porque el otro es muy pequeñito; también hay un quincho y una pileta”.
Durante la semana, de todas formas, se hace tiempo para mantenerse informado. “Me gusta escuchar a Magdalena (Ruiz Guiñazú), Aliverti, Víctor Hugo Morales y Nelson Castro. Periodistas serios en general”, aclara. También mira televisión, sobre todo noticieros y de vez en cuando alguna película “de la década del 30 o 40”, aunque termine diciendo que todos los programas son una basura.
Estoy sentada en su oficina desde hace un rato, no sé cuánto tiempo, pero calculo unos veinte minutos. Strassera ya ha fumado dos cigarrillos Gold Life, tabaco inglés, y tiene en sus manos el tercero. Parece esperar, casi rogando, que le dé un minuto para encenderlo.
Solucionado el asunto continúo hablándome sobre sus años como pupilo en el San José. Colegio en el que también estudió, aunque resulta paradójico, Jorge Rafael Videla, el represor al que años después acusaría en el juicio a los militares golpistas. El ex fiscal tiene un buen recuerdo de los curas Bayoneses aunque es agnóstico y dice no tener nada que ver con la iglesia. Asegura que los padres del colegio eran muy liberales y cuenta que, a diferencia de las demás escuelas católicas, los alumnos salían los sábados porque los curas habían llegado a la conclusión de que la misa es una cuestión de conciencia y era inútil obligarlos a ir. “Además fumábamos y tomábamos vino en las comidas desde primero inferior hasta sexto grado, como buenos franceses, y ellos obviamente lo sabían”, revela.
Strassera tiene un apodo pero confiesa que nadie lo conoce por él. Sólo su padre lo llamaba Cacique, porque nació en Comodoro Rivadavia, en la Patagonia, y “era un negro terrible”.
No vive sólo, pero tampoco con tantas personas como anunciaba el paragüero de la entrada. Sólo convive con Marisa, su esposa desde hace cuarenta años, pues sus dos hijos ya se han independizado: la mayor vive en Suiza con su esposo y sus dos nietos, y el varón, abogado como él, ya se mudó también.
Su mujer es fonoaudióloga pero hace mucho tiempo que no ejerce la profesión y se ha convertido en una ama de casa aplicada, según delata la prolijidad del departamento. Strassera dice que él le arruinó la profesión cuando fue nombrado embajador de Derechos Humanos y Sociales por el gobierno de Alfonsín y fueron a vivir a Suiza. “Ella hacía foniatría y no podía reeducar a un chico que hablaba mal el francés cuando no tenía la lengua materna”, explica.
Cuando el Cacique llega a su casa después de un día complicado, seguramente lo primero que hace para relajarse es encender un cigarrillo. Pero esa no es su única terapia de distensión. La música es el otro complemento. Le gusta el tango, asegura ser especialista en la década del ’40, el jazz y la ópera. “No escucho ruido, entiéndase esto como rock, y que se enojen los roqueros, no me importa”, dice. Se entusiasma hablándome de Tomy Dorsey, Harry James y la Porteña Jazz Band, y promete mostrarme su colección de discos dentro de un rato, antes de que me vaya.
Estos discos no son la única colección que tiene, ostenta una mucho más importante de encendedores, relojes y lapiceras, que guarda junto a sus cds en un modular del pasillo, al lado de la puerta de entrada. Es otro tema del que le gusta hablar, “Esto tiene 50 años por ejemplo”, dijo mostrándome el encendedor con el que prendió su cuarto cigarrillo hace sólo unos minutos.
Es un hombre elegante y asegura que nunca se cansa de estar arreglado. Son casi las nueve de la noche y su pantalón de vestir, camisa y corbata no lo contradicen. Luce muy similar al día en que pronunció su “Nunca más” en el alegato final del gran juicio de 1985. Salvo una pequeña diferencia; hoy su pelo ya no es negro.
Durante aquel tiempo él mantenía su vida normal, dentro de los límites posibles, seguía yendo al Petit Colón a tomar café pero no tenía tiempo para parar a descansar en su casa. Los recuerdos que tiene, confiesa, son de sus empleados. Fueron meses de mucho trabajo y dice que no tenía protección porque “como decía Balbín, no confiaba ni siquiera en la custodia”. Con sus hijos, en cambio, procedía diferente. Ellos, por ejemplo, sí iban a la escuela en autos de la policía. “Tenía que cuidarme en eso, aunque nunca pasó nada raro”.
Revela que jamás fue un líder, “era muy inseguro”, y me recuerda que abandonó el colegio cuando estaba en segundo año. Tiempo después lo retomó, seguramente por orgullo, porque una amiga le dijo que era mejor intentarlo y no ser un parásito.
Nuestra charla inevitablemente se desvía hacia la política, su admiración por Alfonsín y su enfrentamiento con el presidente Néstor Kirchner, después de que éste lo acusará de haber sido fiscal de la dictadura. “Yo estaba en el Poder Judicial desde el año ’62. A mí no me nombraron los militares, y además me sacaron del fuero Federal porque molestaba”, aclara.
Strassera no tiene inconvenientes en cocinar o lavar los platos, pero limpiar la casa, eso sí que no. Es más, ya ha puesto a calentar el agua, presumo que para cocinar pasta, porque Marisa no ha regresado de la reunión de consorcio y hoy le toca oficiar a él de chef.
Se define como un tipo “gorilón” y reaccionario, admite que es llorón y parece un tipo familiero, un padre cariñoso. Extraña a su hija, se nota. Cuenta, contento, que la ha visitado hace unos meses pero cambia abruptamente de estado de ánimo cuando recuerda que hace poco estuvo enferma.
Algo nos interrumpe, se escucha un ruido de llaves, seguido de pasos. Es Marisa que regresó para salvarlo de la cocina. Se asoma, apenas, a la oficina y susurra un amable “ya estoy de vuelta”.
Después de un tiempo considerable como para que la presunta pasta esté cocida siento que ha llegado la hora de irme. No sin antes hacer una escala previa en el pasillo donde puedo admirar su adorada colección. Me despido y al fin vuelvo a ver al paragüero repleto de la entrada. Sonrió, no puedo evitar preguntar por qué tiene tantos si sólo vive con su esposa. “Siempre me olvido de salir con el paraguas y cada vez que llueve compro uno. Me sale más barato que mandar el traje a la tintorería”, confiesa el olvidadizo Strassera.




Gloria Ziegler