miércoles, 3 de octubre de 2007

Entrevista al dramaturgo Roberto”Tito” Cossa


“Escribir teatro es antinatural”

Tarde fría de otoño en la ciudad. El día gris invita a un placentero encuentro cultural y a eso me dirijo: en pleno barrio porteño de Once, tras un portón de rejas negras metalizadas, se encuentra el conventillo que alberga hace 25 años, con sus infinitas ventanas de ojos escrutadores que dan al amplio patio blanco de mármol, a uno de los dramaturgos más importante de la Argentina: Roberto “Tito” Cossa.

“4º T de Teresa”, fueron las indicaciones que recibí del escritor antes de sumergirme en un viaje corto, apenas unos segundos, dentro de una jaula levadiza que, luego sabría, sería el único sonido que irrumpiría en la conversación que me esperaba al traspasar la gran puerta de madera oscura que franqueaba la entrada al “mundo Cossa”.

El olor a tabaco de pipa encendida me envolvió al mismo instante en que el dueño de casa dictaba sus palabras de bienvenida: “Espero que te guste amargo. El agua está recién sacada del fuego”. Ya sentados en los pequeños sillones color borravino, el mismo que reinaría en todo el ambiente, se dio una charla que tendría como eje principal al teatro en todas sus variantes.

“Es el arte colectivo por excelencia. Sigue el camino de la sociedad y es el que mejor refleja la realidad, por su propio carácter. Es contingente y ocurre ahí, en su momento” explica el actual presidente de Argentores.


De contextura pequeña, con 73 años y una obra en camino, este admirador de la Revolución Cubana, rojo de socialismo y frustraciones, asegura que el teatro es un espectáculo participativo: “Lo consumen muchos, por eso obliga a tener los pies puestos en la sociedad”. Este postulado sería repetido en numerosas oportunidades durante la tarde, no por necedad sino por convicción. Es que Tito Cossa sostiene que no existe otra manera de hacer teatro si no es desde una interpretación del comportamiento social y político. Claro, es necesario contar con una lucidez absoluta para no recaer en críticas absurdas sin fundamentos, pero todo indicaría que el autor de La Nona supo sortear el obstáculo sin mayores dificultades y crear obras que son pilares para la dramaturgia nacional.

“El teatro es una especialidad que nace con uno. En general el autor tiene una vocación oculta que es la del actor. Sin embargo noto que hay algo vinculante. He realizado pocos talleres porque no me gusta, pero había un dato curioso: los que venían de la literatura no tenían facilidad para generar la acción en la escritura. Pero los que venían de la actuación sí, y los diálogos eran mucho mejor. Eso es naturalismo. En ese sentido, el autor es escritor de alguna manera”, explica.

Una sospecha, entonces, surge en mi cabeza y pregunto: ¿El que escribe teatro, tan sólo teatro, es escritor? “No existe un autor teatral que no tenga dudas sobre su identidad literaria”, despacha Cossa entre bocanadas de humo que se mezcla con el que sale del hogar encendido, el mismo que atrae su mirada y la deja reposando en las llamas de un fuego rojo, claro.

“De todas maneras la ficción literaria nace curiosamente con la tragedia griega, es decir el teatro. Pero se consagra con el invento de la imprenta y su criatura más perfecta: el libro. Este es el que determina la existencia del escritor en el mismo momento que permite la distensión del texto escrito. También la detecta el teatral, pero hay una diferencia: para éste el libro no es invencible, lo único imprescindible son los actores. El texto teatral nace para ser representado arriba de un escenario. En cambio el narrativo y la poesía, para ser editado. Es por eso que el dramaturgo imagina al espectador y piensa en el escenario”, asegura.

Suena el teléfono y da lugar a la primera pausa de la conversación. Aprovecho para ver a mi alrededor. Un solo factor irrumpe en el orden meticuloso de una casa demasiada prolija para ser habitada por una sola persona: recortes de diarios decoran todo mueble a la vista. La mayoría pertenecen a suplementos culturales. Otros de revistas literarias, las pocas que quedan. Sin embargo un dato curioso me llama la atención: no hay una sola novela en todo el cuarto. “Nunca fui de leer mucho, me gusta más el teatro que la cosa literaria. Tengo un par de autores que son un poco mis maestros, es el caso de Chejov, Arthur Miller, Tennessee Williams y más que nada Discépolo. Aprendí de ellos para crear mi propio estilo”, afirma el autor mientras hace a un lado el teléfono inalámbrico, retoma su pipa y pregunta animado: “¿En qué estábamos?” A pesar de su mala memoria, bastan sólo dos palabras para que Cossa retome el relato. “Textos literarios”, le respondo, y comienza a hundirse de nuevo en una verborragia acelerada, la única manera que concibe para opinar de temas que lo apasionan.

“El texto pasó a un segundo plano y como consecuencia perdió también expectativa literaria. La lectura de la obra teatral fue siempre un placer para una minoría. Leer teatro exige siempre un esfuerzo adicional. Como quien ve la letra de una canción y mentalmente la enriquece con cadencia de la música. Por eso ante el cuestionamiento del texto dentro del teatro, el ejercicio como placer literario está en vías de extinción” y remata: “En definitiva, escribir teatro es antinatural”.

Frontal, hincha de Boca Juniors, comprometido, amante de Villa del Parque, fumador, odia-intelectuales, sagitariano, tanguero, hijo del medio, nieto de italianos. Todo se resume en una sola persona, la misma que escribió Yepeto, Tutte Cabrero y Ya nadie recuerda a Friedrich Chopin, entre otras obras célebres. También, la misma que en los ’80 lideró Teatro Abierto: “Fue un hecho político”, aseguraría más tarde, donde un grupo de artistas que se oponían a la última dictadura militar creían llevar a cabo la revolución desde las tablas.

Sin embargo, la cuota de escepticismo y desilusión surge cuando lo devuelvo a los tiempos reales, al siglo XXI con sus nuevos dramaturgos porteños. “Yo creo que un autor no puede despegarse de lo social, por eso no entiendo a los nuevos autores. Ellos hacen un teatro que no es explícitamente de carácter político social, sino más bien una crítica de la familia y la pareja. Es lo mismo que hacíamos nosotros sólo que ellos tienen una mirada más irónica y cínica. Quizás hasta más paródica de la realidad. Nosotros cuando usábamos este recurso, lo hacíamos con una responsabilidad enorme, no con una mirada destructiva. Pensábamos que algo teníamos que salvar. Es necesario entender que la mirada es dramática en la medida en que es, al mismo tiempo, esperanzadora”.

Con el ceño fruncido, fuma con desdén y una nube de mal humor parece haberse posado sobre su cabeza. El tema lo altera pero responde solícitamente a las preguntas que realizo. Para nosotros el teatro era parte de un cambio en el mundo, la revolución misma. Esta generación no se preocupa. Creo que el quiebre fue a partir de la crisis de los años ‘70 y ’80. Antes, como responsable ideológico, estaba el autor. Ahora es el director. Sigo pensando que una buena obra lo es para siempre. Es un texto literario que tiene otra vida: muere cuando termina de escribirse y renace en el escenario. Pero es imprescindible que el texto exista. De esa manera la obra sigue siendo un hecho social”, afirma.

Indago un poco más sobre el rol del director: ¿Debe el autor dirigir sus propias obras? “Personalmente, con varios de mis colegas de aquella época creemos que no. Antes reservábamos el valor de la obra como fenómeno literario. Una cosa era el texto y otra la puesta en escena. Ésta le correspondía a otro, al director, y se ha comentado: `el autor puede ser fiel a la obra pero el texto necesita de otra mirada, de una mirada nueva, para convertirse en espectáculo´”, explica. Le sugiero como ejemplo el caso de Rafael Spregelburd, el referente perfecto para ejemplificar la conjunción de autor y director en una misma persona. “La Estupidéz me pareció una buena obra. Inevitablemente larga, pero de alto oficio. Cuidado, no es una palabra despectiva, al contrario, el oficio es el punto alto del artista”.

Vacía la pipa, su garganta recibe el descanso del tabaco como el día del sol. Ya no hay fuego y las sombras participan del encuentro que llegó a su fin. Antes de despedirnos me obsequia con una pequeña metáfora a modo de reflexión: “Mientras la pieza literaria es fiel como una señora burguesa, la obra teatral anda por las noches cambiando de marido. Una diferencia que el dramaturgo contemporáneo debe entender como un privilegio, porque seamos sinceros: las señoras burguesas son muy naturales, pero las putas son más divertidas”.




Cecilia Díaz