viernes, 11 de enero de 2008

Era el cielo: el ejercicio de la mala interpretación

Extenso debate se inició a partir de Era el Cielo, la última novela de Sergio Bizzio, editada en 2007 por Interzona. Al parecer, el centro de la disputa recae, nuevamente, en la idea que sostiene la utilización de ciertas técnicas para conseguir una escritura correcta y de calidad asegurada: la eterna guerra de la escritura “berreta” contra la escritura “proletaria” (léase por el desmedido sacrificio que implica el trabajo).
Ni berreta ni sangrante: “Era el cielo” cuenta con una narrativa fluida, donde el autor expone sus sentimientos y miedos con tal exquisitez, que provocan que el lector no pueda despegar los ojos de la lectura.
Es por eso que encuentro errada –y también agresiva- la crítica realizada por Mariana Enríquez en el diario Página 12 (edición del domingo 6 de enero), donde afirma que el autor “carece de herramientas técnicas y emocionales para profundizar”. Enríquez se equivoca y mal interpreta la novela: Bizzio hace uso de sus cualidades como guionista y se dedica a relatar una historia que desde el inicio presenta al personaje principal –guionista también - como un absoluto observador que derrapa en una rutina donde sus emociones son contadas desde la lejanía, sin perder un tono intimista. No se trata de un distanciamiento avalado en la pereza, sino todo lo contrario: Bizzio se encarga de enunciar (desechar) en tan sólo un renglón lo que supone como hechos secundarios (suicidios y muertes) para profundizar en sus miedos y amores. Quizás de aquí parta la incomprensión de Enríquez: se trata tan sólo de una novela que relata con nostalgia y dolor la incomprensión del protagonista ante una vida que se torna tan disímil al deseo original, que lo lleva a un desgano impersonal: “(…) la frente es el lugar del cuerpo donde siento el cansancio con más nitidez. No en toda la frente: es un sector circular, ubicado por encima del entrecejo, que se angosta y extiende a izquierda y derecha, hasta tocar las sienes, formando la figura de una persona con los brazos abiertos sobre el respaldo de un sofá. No es un cansancio plácido, sin embargo, ni exclusivamente físico. Es como si supiera lo que va a ocurrir mañana y no me interesara…” Sin embargo en algo sí coincido con Enríquez y es cuando indica que la novela propone “un ejercicio que mezcla la puntillosidad (…) a lo que hay que sumarle desplazamientos hacia el disparate o lo vagamente maravilloso”. Es evidente que Bizzio maneja las letras como pocos y sabe detenerse para crear momentos que hacen que la novela trascienda a esa supuesta distancia y frialdad que Enríquez defiende. Tan sólo basta leer uno de los pasajes del libro para entender a lo que se refería en la entrevista que compartió con Guebel y Pauls para Diario Perfil, donde indicaba que esta en contra de “los lectores que buscan historias entretenidas, sólidas, consistentes. La idea de lo eficaz es repugnante”. En este caso, la historia pasa por otro lado: por el arraigo a esos miedos que muy lejos están de entretener pero que se trepan a la escritura y se acomodan causando una sordidez que estremece: “(…) podía oírlo hasta dormido (cuando yo dormía). Tenía miedo de que se ahogara, que perdiera demasiado peso o que tuviera alguna enfermedad; cuando empezó a gatear tuve miedo de que pusiera un dedo en el enchufe, que se tragara un encendedor, que se metiera algo en el oído; cuando empezó a caminar temí que se golpeara con la punta de una mesa, que cayera al balcón, que se metiera en el lavarropas; cuando empezó a ir al colegio tuve miedo de que un extraño lo robara, que lo abusara el profesor de flauta… La lista era infinita. Un hijo es una industria de producir terror”.