lunes, 21 de enero de 2008

Vidas de Carver

Por Antonio Muñoz Molina

Pocas personas tienen una sola vida. Raymond Carver tuvo al menos dos, antes de ingresar tan prematuramente en la muerte y en una posteridad en la que su nombre se ha agrandado, en vez de desaparecer, y en la que sus libros, aun sin la ayuda de su presencia física, han logrado ese raro milagro, perdurar en los estantes de las librerías. Quien ha vivido varias vidas no siempre puede recordar la fecha exacta en la que comenzó cada una de ellas. Raymond Carver sabía cuándo terminó la primera de las suyas, cuándo empezó la segunda: exactamente el dos de junio de 1977, cuando dejó de beber, pocos días después de cumplir treinta y nueve años. Se había casado a los diecinueve, con una chica de dieciséis. A los veintiuno ya era padre de dos hijos, y no tenía más perspectivas que trabajar de peón en las serrerías de la costa noroeste de Estados Unidos o de repartidor o de portero, mientras su mujer ganaba un salario escaso como camarera.


El origen de una vocación literaria es tan misterioso como el de las historias que cuenta un escritor. A Carver le gustaba citar la definición de un cuento corto que da V. S. Pritchett: "Algo vislumbrado de soslayo, de paso". Para explicar lo frágil que puede ser el punto de partida de una historia que sin embargo uno sabe que le importará mucho escribir ponía el ejemplo de la primera frase de una de las suyas: "Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono". En esas pocas palabras tan comunes como la situación que cuentan está cifrado el relato igual que la planta entera en su semilla. De la misma manera improbable la segunda vida tan breve y la posteridad de Carver estaban contenidas en la desolación de la primera, que es una desolación muy específica de la pobreza americana, la de la clase trabajadora blanca encallada en los márgenes de la escala laboral y del consumo sórdido, en los parques de caravanas y en las zonas de viviendas situadas entre los cruces de autopistas. El cine, que todo lo embellece, ha creado una mitología visual de esos paisajes, asociada a la de los moteles, las gasolineras y los neones de los restaurantes solitarios de comida basura, a la horizontalidad de los espacios desiertos y las periferias industriales. La realidad es pavorosa, y no tiene nada de literario.

Y sin embargo Raymond Carver hizo excelente literatura con ella, igual que se había hecho a sí mismo escritor viniendo de una familia en la que nadie leyó jamás un libro ni pasó de la escuela primaria y sobreponiéndose a la responsabilidad demoledora para un muchacho de poco más de veinte años y su mujer adolescente de criar a dos hijos pequeños. Las mismas circunstancias que conspiraban contra su porvenir de escritor se convirtieron en los materiales fértiles de su literatura: no sólo la pobreza, no sólo el agobio de los niños pequeños, de los trabajos mezquinos, de las expectativas frustradas, sino también el riguroso infierno del alcohol, que lo llevó a ser hospitalizado tres veces al borde de la muerte, a romperle una botella de vodka en la cabeza a su primera mujer.

Hay que tener mucho cuidado con la mística de la mala vida como germen del talento. El de Raymond Carver sobrevivió a la bebida igual que pudo haber sido destruido por ella. Lo que nos atrae tanto en sus historias no es tanto el relato de esa especie de inmóvil desesperación en la que se encuentran atrapados sus personajes como la intuición de una plenitud que casi parece accesible para ellos a pesar de todo. Muy cerca del dolor está la ternura; la claudicación de un borracho que vuelve a la botella no llega a corromper del todo su alma; la pelea más atroz de una pareja no anula los instantes de felicidad que conocieron alguna vez; en una habitación donde un grupo de amigos conversa sobre nada y se emborracha poco a poco alguien observa la luz de la tarde que se filtra por la persiana y permanece como un ascua roja en el espejo. La limpieza de la escritura ya es en sí misma una afirmación. Las experiencias reveladoras a las que aludía Carver cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifanía de las cosas cotidianas: "Es posible escribir sobre cosas y objetos comunes con un lenguaje común pero preciso, y dotar a esas cosas -una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, el pendiente de una mujer- con un poder inmenso, incluso sobrecogedor".

Suele pensarse que este tono de sutil o explícita celebración llegó a la literatura de Carver en su segunda vida, según se afianzaba su amor con Tess Gallagher y su celebridad de escritor, en el tiempo demasiado breve en el que aún no sabía que iba a morirse con cincuenta años de un cáncer de pulmón. La sequedad quirúrgica de su primer estilo parecía que daba paso a una nueva complacencia en la escritura, a una riqueza mayor de pormenores y de matices. Pero en literatura todas las explicaciones claras son dudosas, y todo prestigio tiene una parte mayor o menor de malentendido. Multitudes de imitadores han venerado la inflexible austeridad expresiva de Raymond Carver y, como suele suceder, la han simplificado hasta la caricatura, pero ahora vamos sabiendo que el propio Carver no era del todo responsable de los despojamientos máximos de su estilo. En su número de fin de año The New Yorker publicó un relato inédito que se titula Beginners y que es una versión previa del que hasta ahora conocemos como De qué hablamos cuando hablamos de amor. El amigo y editor de Carver, Gordon Lish, eligió el nuevo título, pero no sólo ayudó a corregir la escritura y la trama: añadió cosas, suprimió casi la mitad del texto, cambió el final. En 1980, en una carta llena de inseguridad y de remordimiento, Carver le pidió a Lish que retirara ese cuento y alguno más del libro que iba a publicarse. Estaba agradecido al editor que lo apoyó tanto en sus años peores, temía parecer ingrato, perder su amistad: pero tampoco quería que su historia quedara desfigurada. Leídas ahora, una al lado de la otra, las dos versiones dejan una sensación desconcertante: el texto original de Carver revela honduras que se han perdido en el otro; lo que hasta hace nada nos parecía un modelo de contención en el cuento que conocíamos ahora tiene algo como de catatonia emocional y expresiva.

El libro, a pesar de todo, se publicó así, y tuvo tanto éxito que cambió para siempre la carrera de Raymond Carver, quien nunca mostró en público su discrepancia con Lish, aunque rompió con él poco tiempo después. El estilo de aquellos cuentos, tan único, era en parte la invención de otro hombre. El reconocimiento público se otorgaba a alguien que era parcialmente un impostor. Pero quién no se siente así al recibir ciertos elogios; quién tiene el coraje necesario para negarse a aceptar algunas formas de admiración que intuye falsas o completamente equivocadas.


www.elpais.com/Raymond Carver

Gloria Ziegler

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viernes, 11 de enero de 2008

Por qué todavía no me compré un DVD

Imperdible. Tal como lo anunciaba el asunto del mail con el que me llegó esto. Los comentarios sean bien recibidos, siempre!



Eduardo Galeano

Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco. No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los críos. Los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales). ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad.

¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!. ¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos!


Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida. ¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces. ¡Nos están fastidiando! ¡¡Yo los descubrí. Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica.

¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike?. ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando somieres casa por casa?. ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?. ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?. Todo se tira, todo se desecha y mientras tanto producimos más y más basura.

"..."

¡Tooodo guardábamos! Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Tubitos de plástico sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón. Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor.

¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica (radios?) pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.

Las cosas no eran desechables. Eran guardables.

¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver!!. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!

Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posa-mates y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía 'este es un 4 de bastos'.

Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden 'matarlos' apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada. Ni a Walt Disney.

Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: 'Cómase el helado y después tire la copita', nosotros dijimos que sí, pero, ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.

Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos.

Ah¡ No lo voy a hacer!

Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable.

Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas.

Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer.

No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.

No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.

Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares.

De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva.

Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la bruja me gane de mano y sea yo el entregado.

Hasta aquí.

Eduardo Galeano

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Florencia Salvador

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Era el cielo: el ejercicio de la mala interpretación

Extenso debate se inició a partir de Era el Cielo, la última novela de Sergio Bizzio, editada en 2007 por Interzona. Al parecer, el centro de la disputa recae, nuevamente, en la idea que sostiene la utilización de ciertas técnicas para conseguir una escritura correcta y de calidad asegurada: la eterna guerra de la escritura “berreta” contra la escritura “proletaria” (léase por el desmedido sacrificio que implica el trabajo).
Ni berreta ni sangrante: “Era el cielo” cuenta con una narrativa fluida, donde el autor expone sus sentimientos y miedos con tal exquisitez, que provocan que el lector no pueda despegar los ojos de la lectura.
Es por eso que encuentro errada –y también agresiva- la crítica realizada por Mariana Enríquez en el diario Página 12 (edición del domingo 6 de enero), donde afirma que el autor “carece de herramientas técnicas y emocionales para profundizar”. Enríquez se equivoca y mal interpreta la novela: Bizzio hace uso de sus cualidades como guionista y se dedica a relatar una historia que desde el inicio presenta al personaje principal –guionista también - como un absoluto observador que derrapa en una rutina donde sus emociones son contadas desde la lejanía, sin perder un tono intimista. No se trata de un distanciamiento avalado en la pereza, sino todo lo contrario: Bizzio se encarga de enunciar (desechar) en tan sólo un renglón lo que supone como hechos secundarios (suicidios y muertes) para profundizar en sus miedos y amores. Quizás de aquí parta la incomprensión de Enríquez: se trata tan sólo de una novela que relata con nostalgia y dolor la incomprensión del protagonista ante una vida que se torna tan disímil al deseo original, que lo lleva a un desgano impersonal: “(…) la frente es el lugar del cuerpo donde siento el cansancio con más nitidez. No en toda la frente: es un sector circular, ubicado por encima del entrecejo, que se angosta y extiende a izquierda y derecha, hasta tocar las sienes, formando la figura de una persona con los brazos abiertos sobre el respaldo de un sofá. No es un cansancio plácido, sin embargo, ni exclusivamente físico. Es como si supiera lo que va a ocurrir mañana y no me interesara…” Sin embargo en algo sí coincido con Enríquez y es cuando indica que la novela propone “un ejercicio que mezcla la puntillosidad (…) a lo que hay que sumarle desplazamientos hacia el disparate o lo vagamente maravilloso”. Es evidente que Bizzio maneja las letras como pocos y sabe detenerse para crear momentos que hacen que la novela trascienda a esa supuesta distancia y frialdad que Enríquez defiende. Tan sólo basta leer uno de los pasajes del libro para entender a lo que se refería en la entrevista que compartió con Guebel y Pauls para Diario Perfil, donde indicaba que esta en contra de “los lectores que buscan historias entretenidas, sólidas, consistentes. La idea de lo eficaz es repugnante”. En este caso, la historia pasa por otro lado: por el arraigo a esos miedos que muy lejos están de entretener pero que se trepan a la escritura y se acomodan causando una sordidez que estremece: “(…) podía oírlo hasta dormido (cuando yo dormía). Tenía miedo de que se ahogara, que perdiera demasiado peso o que tuviera alguna enfermedad; cuando empezó a gatear tuve miedo de que pusiera un dedo en el enchufe, que se tragara un encendedor, que se metiera algo en el oído; cuando empezó a caminar temí que se golpeara con la punta de una mesa, que cayera al balcón, que se metiera en el lavarropas; cuando empezó a ir al colegio tuve miedo de que un extraño lo robara, que lo abusara el profesor de flauta… La lista era infinita. Un hijo es una industria de producir terror”.

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Con anestesia

Una separación contada con desapego emocional en la nueva novela de Sergio Bizzio.

Por Mariana Enriquez
Era el cielo
Sergio Bizzio
Interzona
202 páginas.

La novela comienza con ganas de impactar: el narrador vuelve a su casa y se encuentra con que dos hombres están violando a su esposa. En vez de intervenir, observa el ultraje con una distancia notable, y con el tiempo y la presencia de ánimo para apuntar detalles como “usaba sandalias de cuero y se agitaba sobre la espalda de Diana como un contrabajista”. Se trata, claro, de un efecto buscado de distanciamiento que entra en el terreno de lo absurdo cuando el esposo, una vez que los agresores se van, ni siquiera le pregunta a la mujer violada cómo se siente. En rigor, nunca habla con ella de lo que sucedió, al punto que el hecho, con el correr de las páginas, comienza a adquirir un carácter de ensoñación, de irrealidad. El narrador y protagonista abandona a su mujer después de la violación, y en seguida encuentra una nueva pareja, guionista de televisión como él, llamada Vera. Y entonces la novela se desliza hacia todas partes y hacia ninguna, en un ejercicio que mezcla la puntillosidad (“los hijos de los invitados nadaban en la piscina –no era una pileta, tenía forma de riñón–”, escribe) con una especie de embotamiento emocional, a lo que hay que sumarle desplazamientos hacia el disparate o lo vagamente maravilloso. El narrador escribe una lista de sus miedos mientras trata de esquivar los avances de una joven japonesa, también guionista; luego visita la casa de un millonario con su novia, y ella se atreve a nadar junto a un tiburón en la piscina de la mansión; su amigo gay, compañero de trabajo, tiene una pareja que le pega –escultor especializado en dragones–, pero el narrador nuevamente no interviene; hay suicidios y persecuciones y muertes sin consecuencias, tan sólo enunciadas en un renglón, como al pasar. La sensación es que Era el cielo transcurre bajo el agua, como si estuviera escrita por un buzo sumergido. El tono es de un desapego constante, que ni siquiera cede cuando el narrador se refiere a cuánto le duele haber dejado de convivir con su pequeño hijo: el protagonista es un cobarde y lo es porque resulta incapaz de dejarse atravesar por las emociones, como si le dieran pudor, como si evitar lo sentimental tuviera que ver con una decisión estética.

Lo errático de la novela, que alberga desde la burla a una poeta joven llamada Alejandrina hasta reuniones con productores de TV, refuerza esa idea de que nada es importante o duradero. Era el cielo es leve, sobrevuela sobre las emociones, y por eso resulta tan difícil concederle algún interés: pide a gritos la intrascendencia, quizá como un intento pensado de pararse en la vereda de enfrente de la solemnidad. En una reciente entrevista con el diario Perfil, Sergio Bizzio dijo que está en contra de “los lectores que buscan historias entretenidas, sólidas consistentes; la idea de lo eficaz es repugnante”. Así piensa el autor su literatura y los resultados son coherentes con la premisa. Sólo que Era el cielo sí es entretenida, porque Bizzio tiene un evidente don para el diálogo y el ritmo. Pero lo efímero y deshilvanado provoca otro efecto, no buscado: Era el cielo parece una novela a medio terminar, con un narrador perezoso que olvida personajes por el camino y carece de herramientas técnicas o emocionales para profundizar. Lo paradójico es que esta precariedad es, precisamente, la operación literaria deseada.



Cecilia Díaz

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miércoles, 9 de enero de 2008

Simone de Beauvoir, a 100 años de su nacimiento

Una mujer con muchos hijos

Escribió, militó y vivió. La autora de El segundo sexo y Los mandarines, entre otras obras, expresó un modelo de feminidad que en su momento provocó escándalo y marcó un camino. Su figura, hoy, es objeto de debates y homenajes, que coinciden en considerarla una precursora.

Por Silvina Friera

Los franceses no saben qué hacer con esa mujer tan admirada como denostada. Sus amigos la apodaban “Castor” como símbolo de su espíritu constructor y preciso, sus enemigos la llamaban “la gran sartresa” o, peor aún, “Notre Dame de Sartre”. Cuando se pretende opacar su obra, adhiriéndola al destino de un hombre, nada mejor que apelar a la “compañera intelectual” de Jean-Paul Sartre , aunque no faltarán quienes preferirán bajarla de ese ambiguo podio de “igualdad” que compartía con el escritor y filósofo existencialista, recordándola apenas como “compañera sentimental”. Cuando se impone el bronce o el mito –algo que parece inevitable–, se la presenta como la autora del libro de cabecera de la revolución feminista, El segundo sexo, como paradigma de “la mujer liberada” que vertía reflexiones atrevidas y escandalosas para la época, que osó denunciar filosóficamente la opresión masculina a partir de la sexualidad. En el centenario del nacimiento de la escritora Simone de Beauvoir, comienzan hoy los homenajes y coloquios con biógrafos y especialistas de su obra en París (ver aparte), quienes continuarán reflexionando sobre la vida y la obra de una escritora que ha provocado heridas en la cultura francesa que aún no cicatrizan.


Simone de Beauvoir nació en París el 9 de enero de 1908 y murió en esa ciudad el 14 de abril de 1986. Perteneciente a una familia de la alta burguesía parisina, fue educada bajo una fuerte moral cristiana, pero logró emanciparse de sus orígenes para elegir un destino muy distinto al que su medio le reservaba. Estudió filosofía en la Ecole Normale Supérieure de París, donde conoció a Jean-Paul Sartre, lo que fue según ella “el acontecimiento fundamental de mi existencia”. Muy pronto vio en Sartre a alguien con quien compartir sus aspiraciones. Su historia de amor con el autor de La náusea, que con altibajos duraría hasta la muerte, ha sido considerada un ejemplo de libertad amorosa para las generaciones posteriores. “No nos juramos fidelidad, pero éramos conscientes de ser la persona más importante para el otro”, aseguró la escritora en sus memorias. Desde el principio, la relación se caracterizó por la independencia, sentimental y sexual, de ambos: no se casaron, vivieron juntos sin compromiso y no tuvieron hijos. Construyeron un puente sin aduanas hacia sus respectivos universos, aunque esta pareja paradigmática hoy está siendo revisada a la luz de sus cartas, para comprobar si la relación de total intercambio y mutuo apoyo pregonada por De Beauvoir no fue en realidad su creación literaria más convincente.

A pesar de que enseñó filosofía en Marsella y Rouen, De Beauvoir quería ser, sobre todo, escritora. Después de su periplo docente, regresó a París y en 1943 publicó su primera novela, La invitada, en la que plantea un enfoque por entonces novedoso en cuanto al tratamiento psicológico de los personajes. Pronto aparecerían La sangre de los otros (1944) y Todos los hombres son mortales (1947), un gran ejemplo de “novela filosófica” que da cuenta de la temática existencialista al defender la inutilidad de toda empresa humana. La ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial la alejaría definitivamente de la enseñanza. Con Sartre, Merleau Ponty y Raymond Aron, entre otros, fundó en 1945 la revista Les Temps Modernes. Con la abogada Giséle Halimi creó la asociación Elegir, a favor del derecho a una maternidad deseada; con la actriz Delphine Seyrig, el Centro Audiovisual Simone de Beauvoir, y en 1974 participó de la creación de la Liga de los Derechos de la Mujer, de la que fue presidenta.

El 24 de mayo de 1949 apareció El segundo sexo (en las primeras semanas alcanzó una cifra de ventas de 22 mil ejemplares, y desde entonces lleva vendidos 1.200.000 sólo en Francia), un análisis político sin precedentes sobre la condición de la mujer, una bomba que la escritora arrojó contra el sistema patriarcal. En la introducción de este gran ensayo, De Beauvoir confesaba que durante mucho tiempo dudó en escribir un libro sobre la mujer. Su postulado central según el cual “no existe destino biológico femenino”, que la supuesta inferioridad femenina es una construcción social –lo que Françoise Héritier define como “una primera manera de hablar de género”–, provocó una polémica gigantesca. Michelle Perrot, historiadora y codirectora junto a Georges Duby de la publicación en cinco volúmenes de La historia de las mujeres en Occidente, atribuye parte del impacto de la obra al hecho de que Simone de Beauvoir analizaba crudamente la sexualidad femenina. “Osó describir sin eufemismos la sexualidad de las mujeres hablando de vagina, clítoris, reglas, del placer femenino... temas que, por aquellos años de la posguerra, seguían siendo tabú”, opina Perrot.

Entre sus libros se destaca la trilogía autobiográfica Memorias de una joven formal (1958) –en la que se pronunciaba en contra del tono abstracto: “Lo que soñaba con escribir era ‘una novela de la vida interior’; quería comunicar mi experiencia”–, La plenitud de la vida (1960) y La fuerza de las cosas (1963), y las narraciones Una muerte muy dulce (1964), escrita después de la muerte de su madre, y La mujer rota (1967). El balance de una vida dedicada a la militancia existencial, política y feminista se encuentra en La vejez (1970) y Final de cuentas (1972). En 1981 publicó La ceremonia del adiós, en la que ofrece una controvertida versión de sus relaciones con Sartre. “El problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres”, dijo la escritora francesa a modo de advertencia. La novela preferida por De Beauvoir era Los mandarines, que pone en escena el antagonismo entre Sartre y Camus, y con la que ganó el prestigioso premio Goncourt en 1954. “La escribí en un momento en el que estaba verdaderamente en el fuego de la vida, yo sentía el problema del tiempo y escribí esta novela con mucha pasión”, afirmó la escritora en una entrevista publicada por Le Monde en 1978. “Mis ensayos reflejan mis opciones prácticas y mis certezas intelectuales; mis novelas, el desconcierto al que me arroja, en general como en los detalles, nuestra condición humana. Corresponden a dos dimensiones de la experiencia que no sería posible comunicar de igual modo. Tanto los unos como las otras tienen para mí igual importancia y autenticidad; no me reconozco menos en El segundo sexo que en Los mandarines, e inversamente. Si me he expresado a través de dos registros diferentes, es porque esta diversidad me resultaba necesaria”, comparaba De Beauvoir su incursión en el ensayo y la novela.

Ironías del destino mediante, la mujer que no quiso tener hijos se encuentra con miles de hijas en el mundo. De Beauvoir es venerada por las feministas, sobre todo fuera de Francia, que leen y estudian su obra. En India, según la periodista Bénédictine Manier, “las indias citan a Simone de Beauvoir en cualquier conversación sobre mujeres al cabo de diez minutos”. En el centenario de su nacimiento hay mucha tela para cortar, mucho por decir, escribir y descubrir –especialmente su literatura, tal vez desplazada de foco por sus ensayos y su militancia feminista– sobre esta gran escritora y pensadora que marcó la vida de miles de mujeres en todo el mundo.


www.pagina12.com.ar/Simone de Beauvoir

Gloria Ziegler

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